Había una vez una chica llamada Loreta que vivía con sus padres y sus dos hermanos en el bosque. Su casita era muy pequeña, antigua y de color blanca.
Sus padres no tenían mucho dinero y les querían quitar la casa, porque no tenían dinero para pagar. Un día que Loreta y sus hermanos estaban en el colegio, llegaron a su casa dos hombres de traje y corbata y, entrando muy malamente y asustando a su madre que estaba haciendo la comida, se sentaron para hablar en la mesa del comedor.
Cuando los niños llegaron contentos y felices al hogar, se encontraron a su madre llorando y a su padre consolándola. Los niños, preocupados, le preguntaron a su padre que por qué la madres estaba llorando, y el hombre triste respondió :
Si, lo sé. Vuestra madre está llorando porque han llegado dos hombres y nos han dicho que si no pagábamos la casita donde vivimos, nos la van a quitar.
Los hijos, apenados, le dijeron al padre :
Papá, nosotros os queremos a los dos, pero con casa o sin casa, nuestro cariño, seguirá siempre.
Y diciendo esto, los padres empezaron a llorar y a dar besos a sus hijos. Loreta, emocionada añadió :
Mamá, papá, ¿podría dar un paseo sola por el bosque para sentirme mejor? Los padres, le dijeron que sí, pero que no volviese antes de hacerse de noche.
La niña, por el bosque fue pensando en alguna solución para que sus padres pudiesen pagar, se pudieran quedar con la casita y con las vistas maravillosas que tenía.
Caminando por el bosque la pequeña se encontró un camino rodeado de muchos manzanos y decidió seguirlo. A Loreta le encantaba ese paisaje. Tanto que quería mostrárselo a sus hermanos pero no podía, porque estaba muy lejos de su hogar.
Seguía el camino y cada vez veía menos manzanos, hasta que de pronto, dejó de verlos.
Andaba y andaba y nunca se cansaba, hasta que de repente se quedó estupefacta al ver un hermoso árbol. Este, era alto y muy bonito, pero lo que más impresionó a la pequeña fueron sus frutos. Eran manzanas, pero no unas cualquiera, sino que estas eran de oro.
Loreta, impaciente, cogió unas pocas y se las llevó su casa. La madre y el padre se quedaron tan estupefactos como la hija al descubrir este maravilloso regalo.
Los padres fueron corriendo a la ciudad, donde cambiaron el oro por dinero. Y les dieron tantas monedas y billetes... que al llegar al banco y pagar, le dijeron que no se preocupase, que la casa era suya y de su familia y así, gracias al miembro más chiquito de la casa, las cosas se arreglaron y no se volvieron a preocupar del dinero nunca más.
FIN